Cataluña, prioridad para la Seguridad Nacional

Comunicado

A pesar de que modernamente se prefiera tratar los problemas internos de un país como meros conflictos entre fuerzas políticas legítimas o cuestiones que pertenecen al ámbito de la seguridad antes que al de la defensa, es evidente que dichos problemas son, a menudo, los más graves a los que puede enfrentarse una sociedad.

La historia enseña que ninguna gran civilización ha caído sin haberse descompuesto antes por dentro, que los enemigos que más daño hacen son los que operan tras las líneas propias y que la continuidad histórica de una comunidad política, que es en última instancia lo que busca la defensa, puede verse comprometida por las convulsiones internas en igual o mayor medida que por las disputas con enemigos externos.

Por todo ello, es absurdo desvincular la seguridad de la defensa, dedicar recursos a esta última si no se está dispuesto a combatir las corrientes políticas que disuelven progresivamente lo que se pretende proteger con ellos o pretender que los que nos ocupamos de la defensa –ya sea sirviendo en las Fuerzas Armadas o alimentando el debate y la reflexión sobre ella– nos desentendamos de los procesos que, desde el interior, amenazan con destruir aquello que constituye el objeto de nuestra labor.

Lo que estos días está ocurriendo en Cataluña es muy grave y, en combinación con la crisis del sistema social y político construido a partir de 1975, es sin duda el peligro principal y más inmediato al que se enfrenta España. Los disturbios que se han producido en Barcelona y otras ciudades catalanas no son la reacción a una sentencia injusta, sino actos perfectamente organizados y planeados desde hace meses, que se enmarcan en una estrategia de desestabilización a largo plazo cuyo fin es forzar al gobierno español a aceptar la posibilidad de una secesión. Se habrían producido igualmente si las condenas hubieran sido la mitad o el doble de duras.

No estamos ante un mero problema de orden público. Es evidente que en todos los procesos de tipo revolucionario o insurreccional se dan alteraciones del orden público, pero puesto que sus causas y fines son políticos, es un error combatirlas sin tomar al mismo tiempo las decisiones políticas que hagan imposible el triunfo del proyecto del que son parte. Ni la Revolución Francesa habría podido considerarse un problema de orden público ni las algaradas después de un partido de fútbol se consideran una revuelta.

Limitarse a detener a los elementos más violentos para, además, imputarles delitos que no tienen en cuenta la finalidad política de sus acciones (vandalismo, resistencia a la autoridad…), es tratar los síntomas con medicamentos que favorecen la progresión de la enfermedad, pues el movimiento insurreccional no dejará de presentarlos como mártires de la lucha y reforzará su capacidad de atracción emotiva.

No puede esperarse que la situación se resuelva sola. Por un lado, los líderes del proceso necesitan mantenerlo vivo para sobrevivir políticamente e, incluso, para no tener que afrontar procesos penales. Por otro lado, aquellos que se han adherido a la insurrección son presa ya de la convicción emotiva de estar protagonizando la lucha por una gran causa ante la que cualquier otra cuestión ha de ceder. Es por ello improbable que los que lideran la insurrección o los que participan en ella vayan a ponerle fin.

Debe notarse, además, que mantener viva una revolución se parece a mantener en marcha una bicicleta, pues exige avanzar, es decir: profundizar en la dinámica de ruptura. Por esta razón, los líderes iniciales de las revueltas suelen verse superados por ellas y ceden su puesto a personajes más radicales y, por esta razón también, no puede descartarse que los activistas más comprometidos acaben recurriendo al terrorismo si observan que los avances que esperan no se producen con suficiente rapidez.

A la vista de todo esto, hay que exigir al Gobierno español y a todas las fuerzas políticas que asuman la realidad que les ha tocado vivir –sobre todo teniendo en cuenta que en buena medida es fruto de sus acciones y omisiones durante las últimas cuatro décadas– y que tomen las decisiones políticas necesarias para garantizar la integridad territorial y el orden público en España, así como para garantizar los derechos de los millones de españoles que viven en Cataluña y que están siendo completamente abandonados por las instituciones. De no hacerlo, parece indudable que la legitimidad de éstas últimas y la confianza de los españoles en ellas se verán irremediablemente comprometidas.