Guerras, armas y confusiones éticas

Análisis Nº197

Álvaro Silva, analista de seguridad y defensa


La cultura de defensa es una de esas cosas que todos nuestros gobiernos, sean del color que sean, dicen querer fomentar. La realidad, sin embargo, es que el infantilismo sigue siendo la nota dominante cuando se trata de hablar de la guerra, algo que hemos podido ver estos días a cuento de los contratos de exportación de armamento con Arabia Saudí.

Una y otra vez los mismos que dicen promover la cultura de defensa nos intentan convencer de que han enviado a nuestros soldados de misión “con todas las garantías de seguridad”; de que no pasa nada por regalar equipamiento militar mientras sea solo de tipo defensivo; de que una cosa es construir corbetas ultramodernas y otra vender peligrosas bombas, salvo que éstas sean tan inteligentes que solo sirvan para matar a gente probadamente perversa. Una y otra vez, en definitiva, tratan de desvincular lo militar del inabordable problema del sufrimiento y la muerte, como si la política de defensa fuera insostenible en presencia de lo uno o lo otro. Y es ahí, precisamente, donde radica la cuestión.

El gran problema de los esfuerzos dulcificadores de nuestros gobernantes no es la inconsistencia que supone afirmar que la venta de una bomba es éticamente reprobable pero la venta al mismo país de cinco corbetas cargadas de bombas no lo es en absoluto. Sin lugar a dudas, lo más grave es la ocultación sistemática de la naturaleza de la guerra como presupuesto indispensable de cualquier política de defensa: en lugar de reconocer los riesgos de la acción militar y explicar por qué merece la pena asumirlos, se opta por minimizarlos para excusar una labor pedagógica y justificativa imprescindible.

Esta práctica, impuesta por la conveniencia política en sociedades en las que el sufrimiento y el sacrificio no suelen ser buenos compañeros electorales, ha arraigado tan profundamente que incluso nuestro juicio ético sobre la guerra se ha visto alterado. Episodios como el que hemos vivido estos días revelan una preocupante tendencia a considerar aceptables, únicamente, aquellas guerras que garanticen daños colaterales bajos, pérdidas propias reducidas y destrucción limitada; el ius ad bellum se ha visto subordinado a una simplificación grosera del ius in bello.

Por un lado, este error puede hacernos pensar que, mientras nos limitemos a vender equipamiento defensivo o armas que reducen el porcentaje de fallos al mínimo, ni nuestra política ni nuestros negocios podrán ser criticados éticamente. Por otro lado, y esto es lo más grave, esta confusión nos puede llevar a abdicar de nuestro deber de dar ciertas batallas, por mucho que podamos perder en ellas.

Un gobierno verdaderamente preocupado por promover entre sus ciudadanos la cultura de defensa debe hacer un esfuerzo por aclarar estos puntos antes que ninguna otra cosa. No se trata de trasladar a la opinión pública que nuestras tropas apenas pueden sufrir o causar daño, sino de mostrar que cuando lo hacen es por una causa justificada. Y no se trata de vender armas que no maten o que solo sean defensivas, sino de explicar que si vendemos armas a otro país es porque pensamos que les va a dar un uso tan legítimo como el que le daríamos nosotros. ¿Nos parece legítima la política militar de Arabia Saudi? ¿Sí o no? Si la respuesta es afirmativa, no hace falta decir sandeces como que las bombas guiadas por láser no causan daños colaterales; vale con declarar que las vendemos porque Arabia Saudí las necesita para conseguir un objetivo que consideramos ética y políticamente defendible. Si la respuesta es negativa, toda explicación sobra, pues lo único que garantiza una bomba guiada por láser es una alta probabilidad de alcanzar el blanco elegido y no la correcta elección del blanco ni la ausencia de personas inocentes en los alrededores.

Por decirlo en pocas palabras, una buena política de defensa empieza por explicar qué es la guerra, su verdadera naturaleza y las razones que pueden justificarla; por aceptar que no hay guerras sin riesgos y por hacer comprender a la ciudadanía que no hay armas buenas ni malas, sino usuarios de confianza y gente a la que no se le puede vender ni siquiera un destornillador.


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