Paper 8/2019
«Ubi solitudinem faciunt, pacem appellant»
Tácito
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Al observador más despistado no se le escapa que, en lo tocante a las relaciones entre comunidades, sean intra- o internacionales, las lenguas han usurpado hoy en día el papel que antaño jugaban las religiones. Tal vez el ejemplo más acabado de ello es la comunidad flamenca de Bélgica, unida por la común fe católica desde los tiempos de los Tercios españoles con sus correligionarios francófonos de Valonia y Bruselas, y separada de los protestantes de su misma lengua, los Países Bajos. Hoy por el contrario, con los vínculos religiosos debilitados – el signo de los tiempos – las relaciones entre flamencos y francófonos son más tirantes que las que ocurren entre uno y otro lado del Meuse. El antiguo Primer Ministro belga Yves Leterme (flamenco a pesar de su nombre y apellido valones, que demuestran la anterior convivencia) líder del partido cristiano-demócrata flamenco, llegó a decir la siguiente enormidad: “Al parecer los francófonos son intelectualmente incapaces de aprender flamenco”, lo que da idea del lugar que las políticas lingüísticas ocupan en la política general belga. El contexto temporal (2006) de tamaña barbaridad, es preciso explicar, son unos años en los que se pasó de patrocinar la enseñanza del francés en las poblaciones flamencas y flamenco en las valonas, a hacer exactamente lo contrario. En otras palabras, la política nacional (si es que tal cosa existe allí) pasó de favorecer la integración a promover la desunión.
Parece una política suicida. Y lo es. Habiendo observado con interés lo ocurrido en la antigua República Federativa de Yugoslavia hemos podido ver que mucho de la catástrofe de la convivencia que allí ocurrió fue atribuida a las religiones: católicos en Eslovenia, Croacia y Voivodina, ortodoxos en Serbia, Montenegro y Macedonia (del Norte), musulmanes de Kosovo, y todos ellos además de sefardíes en Bosnia y Herzegovina, parecía un asunto religioso de todos contra todos. Pero esa es una visión errónea, con gafas de los siglos XVI y XVII. La realidad es muy otra, como queda plasmado en una historia que cuenta Misha Glenny[1]: en el verano de 1991, con Eslovenia recientemente independizada, y Serbia y Croacia en plena guerra, se convocó “una conferencia en Sarajevo de partidos parlamentarios de todas las repúblicas en lo que todavía era Yugoslavia. […] La intención de los participantes era alcanzar aquello en lo que tan catastróficamente habían fracasado los líderes de las seis repúblicas: descubrir el camino de la paz. Mi?unovi? [que como parlamentario de más edad presidía] lo dejó claro de manera diplomática en un positivo discurso de apertura, que terminó diciendo que habría traducción simultánea al esloveno y al macedonio. Este inocuo comentario fue la señal para que los demás participantes inyectaran una dosis letal de disparate balcánico que destruyó cualquier esperanza que aún quedase de que la conferencia produjera algo de valor.
Un intransigente nacionalista croata […] alzó la mano para una cuestión previa. “Me alegra saber que habrá traducción simultánea al esloveno y macedonio, pero hay otras lenguas que también deberían ser traducidas. ¿Qué pasa con nuestros colegas húngaros [de la Voivodina] y albaneses [de Kosovo]?” Una pregunta razonable a la que Mi?unovi? contestó razonablemente: “Ojalá se pudiera, pero […] nuestros recursos son limitados. Los intérpretes son en realidad miembros del Partido que hablan esloveno y macedonio. Desgraciadamente no tenemos a nadie que hable albanés o húngaro, si lo tuviéramos lo habríamos proporcionado”. Jurica, desoyendo esta razonable explicación, continuó […]: “Ya que estamos en el asunto de las lenguas, quisiera también pedir traducción simultánea al croata”. La petición de Jurica, similar a la de una persona [de Cartagena pidiendo que le traduzcan del madrileño] [2] provocó escándalo y risas. […]. Pero aún hubo más, cuando uno de los delegados de Sarajevo se puso de pie y vociferó, sin asomo de ironía, sobreponiéndose al escándalo: “Exijo traducción al bosnio” (equivalente p.ej., al español de Andalucía).
Misha Glenny comenta: “Este comienzo en clave de farsa fue al mismo tiempo el último clavo en el ataúd de la conferencia. Estaba claro que los principales participantes […] habían ido dispuestos tan sólo a un diálogo de sordos. Al poco, Jurica declaró que la continuación de la conferencia no tenía sentido.
Hoy, 29 años más tarde, podemos afirmar que los deletéreos efectos de aquella mina de odio lingüístico aún permanecen, no sólo en la innecesaria y perjudicial división de la nación de Tito, sino en que todavía no han acabado: la reciente propuesta norteamericana de reorganizar la frontera entre Kosovo y Serbia (que se estableció gracias a los ¿buenos? oficios de Martti Ahtisaari, contraviniendo las firmes promesas de la OTAN en 1999 de no consentir la independencia) amenaza con hacer saltar por los aires, entre otras delicadas peculiaridades yugoslavas, el arreglo tripartito que preserva la frágil unidad entre la Federación de Bosnia-Herzegovina y la República Srpska (la relación de esto con lo anterior necesitaría de un libro para explicarla).
Pero volvamos a casa. En estos tiempos en que oímos argumentar en términos emocionalmente cargados la conveniencia de una declaración formal de la oficialidad del bable, las sublimes diferencias entre el valenciano y el catalán, lo deseable de las políticas “de inmersión”, los méritos respectivos del chapurriau, ribagorzano, LAPAO y LAPAPP, el valor histórico de a fala de Xalma, o vemos los artificiales esfuerzos para hacer gala de acento regional de los políticos y locutores de regiones tan “colonizadas” por Castilla que no tienen ni una mísera lengua propia, es imposible no recordar la tragedia balcánica en una nación, Yugoslavia, cuya autodestructiva política lingüística era considerada modélica por algunos autores[3].
Claro que, se argumentará, Yugoslavia era un caso extremo, resultado de siglos de avances y retrocesos de los imperios Otomano y Austriaco, con una prensa, radio y televisión que publicaban en dieciséis lenguas y unas escuelas que usaban catorce. Pero el desquiciado ejemplo de Bélgica, donde sólo hay dos (y un poco de alemán) demuestra que el número no es el factor. Ni la proximidad entre ellas: la más que razonable facilidad de comunicación entre el castellano y el catalán o el gallego – para no hablar de los demás dialectos, perdón, lenguas – no enfría los ánimos diferenciadores de sus acérrimos defensores, que no ceden en temperatura a los del vascuence, a pesar de que en este caso la mutua inteligibilidad es casi nula. Claro que en este caso tienen de su parte que es la lengua que se hablaba en el Paraíso, origen más noble incluso que el que Umberto Eco atribuye al gaélico, primera lengua según los gramáticos irlandeses del siglo VII que se sobrepuso a la confusión originada por la caída de la Torre de Babel[4].
Pero, ¿cómo puede un problema, generalmente modesto, de comunicación convertirse en uno grave de convivencia? Pues agregándole factores postizos, falsos y peligrosos. Como los étnicos. ¿Necesitamos recordar la clase de aberraciones a que llevan las pulsiones raciales? Meditemos sobre dónde nos llevan las marginaciones de lenguas y hablantes. Sobre todo cuando la marginada tiene ciertas ventajas (desde el punto de vista darwiniano, que nadie se ofenda).
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Fernando del Pozo, Almirante (R), Ex-Director de International Military Staff de la OTAN
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[1] The Fall of Yugoslavia. Misha Glenny. Penguin Books, 1992. P. 145.
[2] Internacionalmente se considera el serbo-croata como una sola lengua, cuyas principales variantes, serbio, croata y bosnio, conservan una perfecta inteligibilidad mutua, superior incluso a la que tienen entre sí muchas variantes del español. La artificial separación de sus variantes tiene una motivación política que no afecta a la realidad lingüística.
[3] Ver por ejemplo Introducción a la sociología de las nacionalidades, Busquets Bragulat, Julio. Edicusa Madrid 1971.
[4] Serendipities. Language and Lunacy. Umberto Eco, Phoenix 1998. P. 28 ss.
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