Análisis 242
En abril de 2018, y desde el propio aparato de poder estatal, Etiopía inició
una revolución política, sorprendente dentro y fuera de las fronteras
nacionales, y de consecuencias aún imprevisibles. Desde finales de 2015,
las revueltas sociales se habían extendido por todo el país; y la brutal
represión del gobierno provocó muerte, tortura y violación de derechos
humanos, una situación de alarma fuertemente condenada por toda la
comunidad internacional. El dominio de los Tigray –omnipresente y
opresivo desde 1991– tocaba a su fin y, en medio de continuos estados de
emergencia, Hailemariam Desalegn presentó su dimensión irrevocable y
anunció una «profunda renovación» del país.
Entonces, pocos podían imaginar que el elegido fuese Abiy Ahmed, un ex militar de inteligencia con una dilatada carrera política dentro del Frente Democrático Revolucionario del Pueblo Etíope (EPRDF), y también destacado miembro del pueblo Oromo –junto con los Amhara, las dos etnias mayoritarias de Etiopía–. En pocos días, y con un extraordinario apoyo social, se convirtió para los etíopes en «nuestro milagro».
Manos a la obra, Abiy Ahmed estaba dispuesto a reformar –desde sus
raíces y sin límites– el panorama político, social y económico del país.
Decretó la restitución de libertades públicas y el derecho a las manifestaciones pacíficas, liberó a cientos de políticos y periodistas
encarcelados, y legalizó a grupos armados de oposición –algunos de ellos
catalogados hasta entonces como terroristas–.
Una estrategia interna basada en la necesidad imperiosa de sellar la reconciliación nacional, de aunar esfuerzos para levantar el futuro del país, de consolidar al fin medemer –sinergia en el idioma amhárico– como lema identitario y pilar político de su gobierno: «una democracia vibrante, vitalidad económica e integración regional y apertura al mundo». En el ámbito internacional, la paz inmediata con Eritrea –después de dos décadas de un convulso periodo de “no guerra no paz” provocado por dispuesta fronterizas– fue, junto con su ambición reformadora en el interior, la razón final para ser reconocido como el “hombre de la paz de 2019” por el Comité del Nobel de Noruega el pasado mes de octubre, porque «habéis elegido un camino que creemos consolidará la paz y la prosperidad en vuestro país».
Sin embargo, Abiy era muy consciente que su inmensa voluntad se
enfrentaba a numerosos riesgos, pero que un nuevo futuro para Etiopía
exigía su medida asunción. El primer ministro dista mucho de ser un
iluminado, aunque muchos le acusan de liderar el país con excesiva “mano
blanda”. Sus prontas y audaces reformas, lejos de pacificar el país,
avivaron la “tormenta perfecta” –fraguada y enquistada por siempre–
entre las distintas etnias, que –con gran virulencia– reclamaban su
protagonismo en el devenir nacional.
Lamentablemente, los enfrentamientos entre las 80 nacionalidades se han agravado, con mayor o menor intensidad, por todo el territorio; y han dejado a su paso miles de víctimas. Además, ahora también emerge un pretendido conflicto religioso, y se multiplican los ataques a los lugares sagrados. Con enorme resignación pero con inquebrantable voluntad, Abiy está dispuesto a continuar con una idea que parece sostener toda su ambición reformista y, aunque parezca paradójico, su afán pacificador y estabilizador puertas adentro y en el exterior: “saquemos a la luz todas nuestras frustraciones para asentar una nueva, pacífica y desarrollada Etiopía”.
Su particular cuenta atrás ha empezado, y en apenas unos meses
sabremos si los etíopes van a confiar en este hombre y político
excepcional como constructor de una renovada y gran Etiopía. Todo
puede salir bien, pero la amenaza de una guerra civil y de un país
colapsado también está muy presente. Por el momento, el primer ministro
Abiy sigue firme en su propósito de celebrar unas elecciones
democráticas, plurales y pacíficas en este crucial 2020 –en principio, en
mayo–; mientras tanto prepara el camino para reformar el fallido sistema
federal instaurado en la constitución de 1994 y para afianzar un
crecimiento económico sostenible como sustento del desarrollo equitativo
de todo el país. En el exterior, y entre otros frentes, enarbola el orgullo
nacional: la gran presa del Renacimiento, a pesar de las arrecidas críticas
de Egipto; continúa sus negociaciones con Eritrea para asentar una buena
y firme vecindad; y sigue mediando, con formidable determinación, en el
conflicto de Sudán del Sur y en la nueva senda de Sudán.
Nada está aún escrito, pero las expectativas de todos –nación, región y
comunidad internacional– son muy elevadas. Con todo, y a pesar de todo,
es indudable que la corta, meritoria y reconocida trayectoria política del
reformista Abiy ha supuesto un punto de inflexión –inédito y
esperanzador– en la reciente historia del país y de la región del África
Oriental. Y, a buen seguro ocupará un lugar destacado en la historia de
Etiopía. «Acepto este premio –subrayaba Abiy en el acto de aceptación del
premio Nobel– en nombre de los africanos y los ciudadanos del mundo
para quienes el sueño de la paz a menudo se ha convertido en una
pesadilla de guerra (…) La paz requiere buena fe para crecer en
prosperidad, seguridad y oportunidad (…)». Sería deseable que también
tuviese el tiempo necesario para construir el futuro que, de una vez por
todas, el pueblo etíope merece.
Jesús Díez Alcalde, Teniente Coronel. Analista del Instituto Español de Estudios Estratégicos
Las opiniones de este análisis son de exclusiva responsabilidad del autor