La reciente liberación de la ciudad de Mosul, tras casi nueve meses de combates contra el Estado Islámico, es un hito de gran valor simbólico. Allí fue proclamado en 2014 el Califato tras una serie de ofensivas en suelo iraquí que culminaron de forma sorprendente con la caída de la tercera ciudad más importante del país. Dos divisiones del ejército iraquí se disolvieron como castillos de arena a las puertas de Mosul y el Estado Islámico se apoderó de montañas de material militar.
Ahora mismo, la coalición de las Fuerzas Democráticas Sirias, que encabeza la milicia kurda YPG, combate con apoyo estadounidense en la ciudad siria de Ar Raqqa, la antigua capital del Califato. La perspectiva es que, tarde o temprano, el Estado Islámico pierda el control de las ciudades de Siria e Iraq que le daban corporeidad como un pseudoestado. El riesgo es que, tan pronto los medios de comunicación atiendan otros asuntos de la región, se confunda la falta de titulares con la solución del problema. Y es que, por mucho valor simbólico que tengan las recientes y próximas victorias contra el Estado Islámico, no debemos perder de vista tanto el contexto en el que se desarrolla el conflicto como la experiencia histórica.
El Estado Islámico ya fue derrotado una vez. Precisamente, su debilitamiento permitió al presidente Barack Obama ordenar la salida de las tropas estadounidense del país, que tuvo lugar en diciembre de 2011. A partir de aquel momento, el gobierno iraquí persiguió y desmanteló las milicias árabes sunníes, los “Hijos de Iraq”, que las fuerzas estadounidenses habían encuadrado para luchar contra los yihadistas del Estado Islámico de Iraq. El primer ministro Al Maliki promovió generales, no en función de su valía, sino de su lealtad política, en un ejército horadado por la corrupción. El rápido avance en Iraq de las fuerzas del Estado Islámico en 2014 y la consolidación de su poder se explica, en parte, por los agravios acumulados por la población árabe sunní frente a la hegemonía chií en el gobierno nacional.
Habrá que estar atentos, por tanto, a cómo gestione el gobierno iraquí la reconstrucción postbélica en el norte del país. Desde la distribución de los fondos de ayuda internacional que se han prometido al respeto de los derechos humanos y las garantías procesales en el trato a los sospechosos de ser miembros o colaboradores del Estado Islámico.
El desmoronamiento del ejército iraquí a las puertas de Mosul en 2014 llevó a medidas excepcionales. Llovió material militar de Estados Unidos, Francia y Alemania sobre las milicias kurdas del norte del país y se abrió la puerta a la ayuda iraní, desde aviones de combate Sujoi Su-25 a asesores. La ofensiva gubernamental hacia el corazón del “triángulo sunní” fue encabezada por milicias chiíes como las Brigadas Hezbolá. Su lucha contra el Estado Islámico fue presentada como una yihad chií, no una defensa de la soberanía del país.
Ahora cabe preguntarse si será posible para el Estado iraquí recuperar el monopolio de la violencia legítima ante la paramilitarización sectaria del país. El primer desafío lo plantean las autoridades del Kurdistán, que anunciaron un referéndum de independencia para el 25 de septiembre de este año. El Kurdistán iraquí cuenta con aliados y recursos para sustentar sus aspiraciones de soberanía. Pero hacer saltar por los aires en Iraq las fronteras creadas en el acuerdo Sykes-Picot de 1916, establecería un precedente de consecuencias impredecibles que tendrían además su reflejo en Siria. Allí la derrota final del Estado Islámico tampoco traerá la paz. Sólo será una pieza menos en el tablero.
Jesús Manuel Pérez Triana, analista de seguridad y defensa