El apremio norteamericano para que los europeos incrementemos los gastos de defensa hasta el 2% del PIB podría romper definitivamente los débiles consensos en cuanto a Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD). La vulnerabilidad radica en lo que presuntuosamente se ha denominado “arquitectura” de seguridad y defensa europea, una compleja red de alianzas en buena parte redundantes y que compiten por la supervivencia en el espacio euroatlántico, aunque a veces se maquillen con declaraciones conjuntas.
Lejos de constituir una crítica a toro pasado, lo anterior ha de interpretarse como una invitación a la reflexión en tiempos de cambio. Hasta ahora, los aspectos relacionados con el PCSD no han sido especialmente prioritarios cuando se trataba de la construcción europea, y esto es algo que no deja de ser razonable. Por un lado, no ha habido una necesidad acuciante, puesto que la OTAN ha suplido las carencias fundamentales en el complejo de la defensa europea. Por otro lado, tampoco ha hecho falta diseñar un encaje definitivo entre la Alianza y la actual PCSD o sus antecesoras: con el compromiso de Saint-Malo, los acuerdos “Berlin Plus”, y las expectativas generadas con el Tratado de Lisboa, ha sido suficiente para alcanzar un mínimo de complementariedad y permitir la coexistencia entre ambas.
Pero la situación ha cambiado de manera radical. Si hasta ahora había un orden en la defensa europea -orden que pivotaba sobre el Reino Unido- esto se acabó. Mucho se ha hablado acerca de las consecuencias del Brexit en este sentido. Algunas son evidentes, como el probable desbloqueo de determinadas iniciativas en el ámbito de la PCSD y, por tanto, que en un futuro próximo afloren estructuras que permitan una mayor capacidad en cuanto a la conducción de operaciones militares de manera autónoma. Un ejemplo de ello es el cuasi mitificado cuartel general para operaciones (OHQ, por sus siglas en inglés), vetado una y otra vez por los británicos, que capacitaría a la UE para planear y controlar dichas operaciones desde el nivel estratégico militar.
Ahora bien, el supuesto donde se apoya esta idea es discutible. Profundizar en la PCSD, en las circunstancias actuales, implica necesariamente incurrir en duplicidades con la Alianza, por mucho que se hable de compatibilidad. Siguiendo con el ejemplo anterior, el homólogo OHQ de la OTAN –el Supreme HQ Allied Powers Europe (SHAPE)- está integrado por alrededor de 800 personas, mientras que la recientemente creada capacidad militar de planeamiento y ejecución de operaciones militares, en el Estado Mayor de la UE, está compuesta actualmente por 25. No es razonable pensar que en estas condiciones la UE pueda tener la misma capacidad de conducir operaciones militares que la OTAN, salvo que el nivel de ambición de la primera quede fuertemente restringido. Acudir a mecanismos como los acuerdos “Berlin Plus” –que permitirían el uso de medios OTAN para alcanzar objetivos de la PCSD- tampoco es una opción factible, por determinados motivos, salvo que se asuma el riesgo de perder autonomía en los procesos de decisión y ejecución en el nivel estratégico militar. Por último, la declaración conjunta UE-OTAN de julio de 2016 constituye sin duda un esfuerzo a la hora de colaborar y armonizar posturas, pero ninguna de las 42 propuestas anunciadas con posterioridad están dirigidas a evitar la mencionada duplicidad de estructuras en caso que se decida avanzar en la conducción autónoma de operaciones desde la PCSD.
En definitiva, la defensa europea se parece a un juego de ´suma cero´: más PCSD implica menos OTAN, y viceversa. En estas circunstancias, incrementar los gastos en defensa con vistas a adquirir nuevos compromisos con la Alianza supone renunciar a futuros progresos en la PCSD. Esto podría ser aceptable para países como Polonia o las repúblicas bálticas, que ya cumplen en su mayor parte el compromiso del 2% y difícilmente renunciarán al amparo de la OTAN –entiéndase, de los EEUU- en favor de una titubeante PCSD. Pero no lo es para otros como por ejemplo Alemania, cuya postura estratégica dista mucho de las corrientes atlantistas y más todavía de la de Washington. Por otro lado, forzar una inversión en PCSD a través de mecanismos como la cooperación estructurada permanente, o confiar en el liderazgo de un eventual eje franco-alemán, lejos de acercar posturas podría agudizar la brecha entre europeístas y atlantistas. Y finalmente, por lo que respecta a España, la doble vocación europea y atlántica de la que hasta ahora se ha hecho gala podría dar lugar a un profundo dilema. Existen multitud de argumentos a resaltar, tanto en favor de la vía PCSD como de la vía OTAN. Pero en el fondo, el problema no es qué se ganaría con la elección entre una u otra, sino qué se perdería con la correspondiente renuncia.
Miguel Peco, doctor en Seguridad Internacional y profesor asociado de Geopolítica y Estrategia en la Universidad Complutense de Madrid