El referéndum constitucional de 2020 en Rusia bajo el prisma de la geopolítica

Paper 29 / 2020

En Rusia, del 25 de junio al 1 de julio de 2020, se llevó a cabo el referéndum para la aprobación o el rechazo de proyectos de enmiendas a la Constitución. Con 78% de votos a favor frente al 22% en contra, las enmiendas se aprobaron. Entre otras, una enmienda permite que su presidente en el cargo, Vladimir Putin, que ya fue presidente de 1999 a 2008, y de nuevo, de 2012 hasta la fecha, vuelva a postularse para otros dos períodos presidenciales de seis años, lo cual permitirá a Putin volver a presentarse a las elecciones presidenciales de 2024 y de 2030. En caso de ganarlas, Putin permanecería en el poder hasta 2036.

Las denuncias sobre las modalidades en las que se ha llevado a cabo el referéndum se suman a las críticas generalizadas de Occidente y de la comunidad internacional más liberal hacia la política exterior rusa y la falta de democracia interna. Sin embargo, pese a las acciones de los disidentes internos, centrada sobre todo en la falta de respeto en tema de derechos humanos, y a pesar de indicadores económicos no muy alentadores, entre otras cosas, los rusos siguen respaldando a su presidente.

No se puede decir que el pueblo ruso haya gozado de muchas libertades a lo largo de su historia, ya que el ejercicio de las cuales podría haber acostumbrado a los rusos a exigirlas y practicarlas. Esta lectura podría explicar por qué los rusos siguen confiando su gobierno a individuos, que se presentan como los hombres fuertes, y que ejercen el poder de manera autoritaria, que se entrevé tras una fina capa de democracia.

El Principado de Moscú primero y, más tarde, la Rusia zarista, fueron estructurando un sistema de servidumbre desde el siglo XV, formalizado luego en el siglo XVII. La servidumbre limitó la libertad de los campesinos rusos y lastró el desarrollo económico del país hasta la segunda mitad del siglo XIX, cuando más de 40 millones de individuos sobre un total de 60 millones de habitantes estaban censados como siervos. Poco más de medio siglo después, la Revolución de octubre dio comienzo a la que se convertiría en una dictadura comunista que duraría 70 años. Para muchos analistas, los noventa iban a representar una década en la que los rusos habrían podido saciar su sed de libertad al materializarse la posibilidad de cumplir una verdadera transición democrática.

Sin embargo, la elección de Putin en 1999 inauguró una nueva fase de la vida política y social rusa, que se podría definir como putinismo, una fase que dura desde más de 20 años durante los cuales el presidente ha ido posicionando sus hombres claves en todos los aparatos estatales y gubernamentales y en todas las realidades empresariales estratégicas de la Federación. En este momento, Putin es el hombre fuerte entre los líderes mundiales. La aprobación de las enmiendas constitucionales de julio de 2020 le permitirá perpetuarse en el poder hasta 2036. Si así fuera, pondría su sello durante 40 años sobre la sociedad rusa y dejaría una marca indeleble.

Rusia sigue siendo un coloso geopolítico. Europa está involucrada en una crisis económica, y, sobre todo, de valores, desde la crisis financiera de 2011 y la crisis migratoria de 2015/2016, dividida entre dos bandos, los países del norte por un lado y, por el otro, los países del sur de Europa, con intereses y proyectos distintos para el futuro de la Unión Europea.

Estados Unidos está cada vez más destrozado a nivel interno, atravesado por una crisis identitaria y aferrado al populismo de su presidente, que encuentra apoyo en aquellas franjas sociales conservadoras y radicales, enfrentadas a los progresistas y liberales urbanos.

China se ha convertido en un paria a nivel internacional, con un crecimiento económico ya de un solo dígito, en plena guerra comercial abierta con Washington, se enfrenta a la contradicción de ser un país gobernado por una oligarquía comunista que no deja espacio a las libertades individuales (véase el puño de hierro sobre Hong Kong) , pero con una economía capitalista que, en otras latitudes, iría de la mano de la garantía de un acceso a más libertades individuales sobre el modelo de la democracia occidental.

Durante su transición democrática, desde el colapso de la Unión Soviética, la Alianza Atlántica (OTAN) ha estado trabajando con Moscú para cimentar nuevas relaciones basadas sobre el diálogo y la cooperación en el ámbito de la seguridad y defensa. Durante las fases más agudas de la llamada Guerra global al terrorismo (GWOT en inglés), la OTAN ha estado intentando que Rusia y los aliados atlánticos compartieran la misma visión de seguridad internacional, y dejaran de percibirse como enemigos, para centrar sus esfuerzos hacia un enemigo común: el fundamentalismo religioso, el extremismo violento, el auge de actores violentos para o subestatales cuya acción provoca conflictos de baja intensidad, pero permanentes.

Se dieron varios pasos formales para entablar esta nueva relación: en 1991 Rusia se sumó al North Atlantic Cooperation Council y luego, en 1994, al Programa Partnership for Peace; en 1997, fue el turno del Euro-Atlantic Partnership Council. A finales de los noventa, OTAN y Rusia colaboraron en los Balcanes para estabilizar el proceso de paz en aquella región. En 2002 la cooperación se vio fortalecida por la creación del NATO-Russia Council (NRC). Sin embargo, en 2008, la inédita relación empezó a torcerse con la intervención de Moscú en apoyo a la independencia de las regiones de Abjasia y Osetia del Sur en Georgia.

Pero fue después de la anexión unilateral de Crimea en 2014, a raíz de las acciones secesionistas en Ucrania, cuando la relación OTAN-Rusia sufriría un duro golpe tras el cual no volvería a recuperarse. Los rusoparlantes del este del país no veían posible un acercamiento de Kiev a la UE y temían una desnaturalización de la tradición euroasiática del país, para utilizar términos geopolíticos clásicos.

En ese momento, probablemente la Unión Europea se equivocó en forzar la mano y extender excesivamente su empuje integrador hacia el Este, en una dimensión espacial tradicionalmente vinculada a los intereses de seguridad de Rusia, desde siempre obsesionada con rodearse y protegerse con una franja de territorios y estados satélites que sirvieran como colchón frente a las amenazas a su integridad territorial que pudieran venir desde Europa (empezando por Napoleón y pasando por Hitler).

Al analizar los acontecimientos a través de conceptos clásicos del análisis geopolítico, se redescubre su relevancia en la actualidad, pues no cambian su significado o legado y siguen siendo importantes tanto cuanto lo eran a principio del siglo XX para Mackinder, uno de los padres fundadores de la geopolítica. Estos conceptos están basados sobre factores como: la configuración física de un país, superficie, población, su extensión territorial, los recursos naturales, etc.

Para este autor (léase Mackinder, H., The Geographical Pivot of History, Geographical Journal, No. 23, 1904) y los representantes de su escuela de pensamiento, la situación geográfica determina las prioridades inmediatas de un Estado y, en la masa continental de Eurasia, existía un pivote territorial, término mackinderiano para describir un área central que jugaría un papel poderoso en la geopolítica, ya que quien controlaría ese pivote, controlaría los destinos del mundo. El mayor actor en ese pivote es Rusia, potencia continental por definición. Es Rusia que ocupa el Heartland euroasiático (un territorio rico en recursos, con una posición central que le permitiría defenderse de los ataques y a la vez influenciar territorios limítrofes).

Puede que la Unión Europea, al proponer y negociar acuerdos comerciales con Kiev, como trampolín para futuras negociaciones sobre una integración política, esperara en la debilidad de Moscú, o simplemente -¿ingenuamente?- en un cambio de intereses o de visión estratégica de Rusia, que aceptaría, una vez por todas, el desmoronamiento de su espacio postsoviético de seguridad tras la pérdida del Este de Europa. A la OTAN le habían hecho falta 20 años para construir una relación de colaboración con Moscú y cooptar a los rusos en una nueva visión de seguridad y una narrativa estratégica que veía Rusia y los aliados atlánticos luchar juntos y enfrentarse e los desafíos y amenazas del siglo XXI (sobre todo actores subestatales y radicales). Si embargo, en Ucrania, el Kremlin reaccionó de manera muscular, empleando todo su hard power.

Desde la anexión de Crimea, tanto la OTAN como la UE han ido denunciando las acciones desestabilizadoras y provocadoras de Rusia en términos de injerencia en procesos electorales, espionaje, incumplimiento de tratados de no proliferación nuclear, apoyo al régimen de Al-Asad en Siria, venta de material militar incompatible con los sistemas de armas de la OTAN a Turquía (miembro de la Alianza) y Venezuela, y en general, un mayor activismo en el Mediterráneo (sobre todo en Libia). Las incursiones de cazas y bombarderos, así como la ciberguerra encubierta y maniobras militares fronterizas que lleva años desarrollando en el Báltico, han dejado claro que Rusia nunca metabolizó del todo la inclusión de los países bálticos ni en la UE ni en la OTAN, y no pierde ocasión en presionar a la Alianza y testar su capacidad de respuesta y reacción, además de su compromiso en la defensa de los aliados, para interrumpir y, ¿quién sabe?, revertir el proceso de erosión de su espacio de influencia y seguridad.

F. Saverio Angiò, Doctor en Seguridad Internacional

Las opiniones de este análisis son de exclusiva responsabilidad del autor

Foto: Kremlin.ru

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