El pasado 30 de septiembre, las fuerzas armadas rusas iniciaron una ofensiva aérea en apoyo del presidente sirio Bashar Al-Asad cuya situación se había deteriorado en los últimos meses. La intervención rusa, que se llevaba preparando discretamente durante algún tiempo, está teniendo una gran repercusión mediática y un gran seguimiento de los medios especializados, pues aparte de su espectacularidad, constituye un importante giro de los acontecimientos en Siria y una nueva constatación de la voluntad del Kremlin de jugar fuerte en defensa de sus intereses, así como de su capacidad para hacerlo.
La razón principal por la que pensamos que podemos estar ante un momento crucial en Siria es que las operaciones aéreas lanzadas por Moscú parecen el preludio de nuevas operaciones terrestres en las que, además de las tropas gubernamentales sirias, podría verse una participación iraní de mayor importancia que la observada hasta ahora. Al optar por combinar medios aéreos y terrestres, los dirigentes sirios y sus aliados se muestran bastante más realistas que sus homólogos occidentales, contentos con llevar a cabo una campaña de bombardeos que, en el mejor de los casos, puede paralizar el avance del Estado Islámico pero, desde luego, no derrotarlo.
Además, la campaña que ahora inician los rusos y sus colegas sirios e iraníes tiene, a diferencia de la orquestada por los Estados Unidos, unos objetivos coherentes y claramente definidos. Mientras los países occidentales consideran igualmente enemigos a Bashar Al-Asad y al Estado Islámico, arman y bombardean al mismo tiempo a los kurdos y financian a un ente de razón al que llaman alegremente “oposición moderada”, en Moscú y Teherán tienen claro que la moderación entre los que se oponen a Al Assad escasea más que los paraguas en el desierto de Atacama y que, si quieren conseguir lo que se proponen, no hay lugar para las sutiles filigranas que gastamos por el oeste.
Por todo ello, creemos que este nuevo esfuerzo tiene buenas posibilidades de frenar el proceso de debilitamiento que ha sufrido en los últimos meses el régimen de Damasco y desvanecer las esperanzas que abrigaban algunos de ver su caída en un plazo no excesivamente largo, aunque probablemente no bastará para acabar con una guerra que lleva ya cuatro años devastando Siria.
La intervención en Siria debe leerse también en el contexto más amplio de la política global de Rusia. Ayudando a Bashar Al-Asad, Moscú refuerza su imagen de aliado comprometido y eficaz, consigue una baza para posibles negociaciones con Occidente y da a las fuerzas armadas rusas otra oportunidad de demostrar al mundo que su proceso de modernización y mejora avanza a buen ritmo. Aunque muchos de los aparatos enviados a Siria son ya clásicos de la Guerra Fría, como los Sujoi SU-24 y SU-25, otros se cuentan entre los más modernos disponibles, como el SU-30SM y el SU-34. Además se están utilizando municiones que nunca se había probado en combate real, como la bomba guiada por satélite KAB-500S-E, y se han visto también equipos avanzados de guerra electrónica. En particular, debe destacarse el ataque con misiles de crucero efectuado por la flotilla rusa en el Mar Caspio, que pone de manifiesto las capacidades del sistema Caliber y el enorme poder ofensivo del que van disponiendo incluso las unidades más livianas de la flota rusa.
En resumen, estamos ante unos acontecimientos que merece la pena seguir con atención, pues pueden acabar teniendo mucha importancia para el desarrollo de los conflictos actualmente en curso en Oriente Medio, para las relaciones entre Rusia y Occidente y, en definitiva, para determinar la forma que adopta el orden internacional que está surgiendo tras el fin del mundo unipolar.
Álvaro Silva, Analista