El consenso

Paper 33 / 2020

Con ocasión de las discrepancias entre el Gobierno de la Nación y el de la Comunidad Autónoma de Madrid sobre las medidas a tomar para limitar los efectos deletéreos del virus, que han puesto claramente de manifiesto para el que aún tenía dudas lo defectuoso del diseño del Estado de las Autonomías, hemos podido asistir estos días a interesantes, aunque desinformadas, discusiones sobre los procedimientos de toma de decisión en organismos multipersonales. Las respectivas ventajas o inconvenientes de cada sistema, lo apropiado de cada uno para el tipo de decisión buscada o para las responsabilidades de cada participante en el organismo colectivo, el anclaje legal de cada una, han desaparecido arrollados por las opiniones y conveniencias políticas subyacentes.

En el centro de la polémica está el término “consenso”. Es un término que, con el uso, ha ido adquiriendo un significado vaporoso, de límites indefinidos, válido para describir cualquier manera de llegar a un acuerdo sin que nadie se enfade mucho. Sin embargo, el consenso tiene un significado preciso, y un campo de aplicación muy delimitado, que merecen ser explicados. Y, no lo olvidemos, requiere mucho más tiempo y esfuerzo que los demás procedimientos de alcanzar acuerdos y tomar decisiones.

La interpretación biempensante y no confrontacional de lo que el consenso significa trae a la memoria una de las muchas historias de un personaje tradicional turco, no muy diferente de nuestro Sancho Panza, origen de dichos populares y ocurrencias de tonto-listo. Según el cuento, Nasreddin Hodja, que tal era su nombre y tratamiento, fue requerido en su condición de clérigo a arbitrar una disputa entre dos convecinos. El buen Hodja pidió al primero que explicara su caso, y al terminar éste aquél declaró: “Tú tienes razón”. El segundo depuso a su vez, y Nasreddin pronunció su veredicto: “Tú tienes razón”. Entonces, en medio del estupefacto silencio de la audiencia, se oyó la voz de la mujer de Nasreddin gritando: ¡Idiota, has dado la razón a dos opiniones opuestas! A lo que este replicó: “Tú tienes razón”.

Pues bien, el consenso no es eso, no consiste en asentir a cualquier cosa que aparezca sobre la mesa. El consenso, un invento de la Liga Hanseática y (es de presumir que independientemente) de los indios iroqueses, este sí adoptado después por los cuáqueros, consiste en no disentir de una proposición, que no es ni buscar la unanimidad ni adoptar lo que desea la mayoría de los participantes. En el consenso no hay votación, sino que las consultas se extienden cincelando el texto en discusión hasta que la propuesta sea aceptable para todos. Si representásemos a lo largo de una línea los procedimientos para alcanzar decisión en organismos colectivos desde la unanimidad hasta la mayoría simple, el consenso estaría en algún punto a mitad del camino.

La unanimidad implica apoyo y acuerdo activos. Todos están en favor de la propuesta, y si uno sólo de los participantes no lo está, la propuesta decae inmediatamente y ya no vuelve a la mesa en la misma forma ni siquiera en otra parecida. Es la regla que gobierna las decisiones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en lo que respecta a los cinco Miembros Permanentes. Un simple “nyet”, por citar la lengua del históricamente más notorio disidente, manda a la papelera al documento más cualificado. Las dificultades para llegar a decisiones con este sistema son notorias.

En el otro extremo, las decisiones mayoritarias son mucho más fáciles de alcanzar, y por ello son las que gobiernan la mayoría de los organismos colectivos: parlamentos, consejos de administración, juntas de vecinos, juntas de socios de un club, planes de diversión de grupos de amigos… todos ellos adoptan la línea de acción marcada por la opinión de la mitad más uno (o más medio si el total es impar). En ocasiones, en foros donde se debaten asuntos particularmente sensibles, esa mayoría se cualifica buscando acuerdos superiores a la mitad, tal vez los dos tercios, los cuatro quintos, u otra relación numérica de ese estilo. Pero cualquiera de esas mayorías cualificadas conserva el defecto fundamental de que la minoría que no comparte la opinión mayoritaria se ve uncida a un carro contra su voluntad.

Podría parecer que esto no tiene nada de particular. Cuántas veces nos vemos obligados a tomar caminos no deseados por muchas razones de menos enjundia como para hacer ascos al que nos marca una mayoría de nuestros iguales, podríamos razonar. Si la mayor parte piensa así, no será tan malo, se podrá decir el frustrado miembro del órgano colectivo que ha perdido la votación. Excepto que no todos los objetos de una decisión se prestan por igual al juego de la mayoría. Cuestiones que afectan de diferente manera a los copartícipes de la decisión no pueden fácilmente someterse a la voluntad mayoritaria, pues los demás pueden tener diferentes motivaciones, no meramente diferentes juicios valorativos de la misma motivación. No es lo mismo decidir la reforma del ascensor en junta de vecinos que tomar acción militar para imponer represalias a un agresor: en el primer caso seguramente todos los vecinos aceptan la necesidad, pero algunos votan en contra porque tal vez discrepan en la entidad de la derrama; en el segundo, el impacto de la decisión en la política interior, los aspectos económicos y la contribución de fuerzas de cada aliado comprometido pueden ser completamente diferentes. Un país no puede entrar en guerra y poner en riesgo la vida de sus soldados y marineros y el bienestar de sus ciudadanos por decisión mayoritaria de otros socios, por muy aliados que sean.

Por ello existe el consenso. Es más débil que el acuerdo mayoritario y más costoso de alcanzar, pero más fuerte y cohesivo una vez alcanzado. No es capricho ni coincidencia que todas las decisiones en la OTAN, y las de asuntos de defensa en la Unión Europea, se tomen por consenso.

Eso sí, el consenso no se alcanza sin sufrimiento. El proceso para llegar a ello es complejo y frecuentemente largo. Existen muchas herramientas para alcanzarlo, algunas de ellas tramposas y hasta contraproducentes. La más frecuentemente utilizada quedó retratada con mucha sorna, pero también con bastante precisión por los hermanos Marx en Una noche en la ópera: Otis B. Driftwood (Groucho) trata de consensuar con Fiorello (Chico) un contrato. Al expresar Fiorello dudas sobre la frase “la parte contratante de la primera parte será considerada como la parte contratante de la primera parte”, Otis la hace desaparecer por el expeditivo procedimiento de cortarla del papel, y así continúa con otras frases similarmente ofensivas, hasta que todo lo que queda del contrato original es una tira de papel en la que apenas cabe una frase. He visto emplear este procedimiento, de manera sólo un poco menos tosca, repetidamente durante seis años de experiencia en el Comité Militar de la OTAN, y nunca ha fallado. Naturalmente, el acuerdo alcanzado queda a menudo tan desprovisto de contenido que a veces se requiere otro acuerdo posterior para remendar los agujeros.

Otros procedimientos son el empleo de ambigüedades, semánticas, sintácticas o referenciales; la vaguedad, aplicando la paradoja del sorites (¿cuántos granos hay que quitar de un montoncito de arena para que deje de ser un montoncito?); o el regateo del vendedor de alfombras, en el que éste declara un precio mucho mayor que aquel con el que se conformaría, mientras que el comprador declara un límite más bajo del que está dispuesto a pagar, para con suerte, llegar al compromiso suficiente para ambos. Todos ellos son herramientas en la panoplia del negociador, y siempre que no lleguen al ridículo límite de Groucho Marx o al descarnado engaño, todas son más o menos legítimas si alcanzan resultados. Y los alcanzan, porque si el proponente no estuviera de acuerdo con la eliminación de tal o cual frase, o encontrara inaceptable aquella ambigüedad, simplemente pasaría a su vez a no unirse al consenso, con lo que el proceso seguiría. En mi experiencia de seis años en el Comité Militar de la OTAN sólo he visto fracasar el consenso en una ocasión, y aún así se alcanzó (con una nueva tanda de modificaciones) al siguiente intento. No quiero con ello decir que todos los cientos de consensos alcanzados fueran piezas dignas de Licurgo, pero nunca hubo imposiciones, nadie rompió la baraja, y la cohesión siempre se mantuvo.

Y por si esas virtudes fueran pocas, para los casos en que el consenso no proporciona todo lo que necesita la política internacional, la Unión Europea ha inventado una variante, después inconfesadamente adoptada por la OTAN: la abstención activa. Cuando una propuesta resulta ser patentemente insoluble, pero afecta sólo a la participación del discrepante, no a la esencia de la propuesta, éste puede adoptar una abstención activa, es decir, se une al consenso, pero no a sus consecuencias en lo que al discrepante se refiere. En la guerra de Kosovo de 1999, Grecia por razones afectivas, que no políticas, no podía tolerar la idea de bombardear a sus correligionarios de Belgrado junto con los demás aliados, por lo que aceptó la decisión de obligar a Slobodan Miloševi? a cesar en sus acciones genocidas contra los albano-kosovares mediante el bombardeo aéreo, pero no participó en las operaciones, y durante aquellas inacabables once semanas mantuvo una actitud hosca y pasiva pero no obstructiva.

Pero después de esta excursión por el mundo de las relaciones internacionales, regresemos al COVID19, la Comunidad Autónoma de Madrid y el Gobierno de la Nación. A mi juicio una situación como esta, en la que diferentes entes autonómicos con distintos datos poblacionales se juegan muy diferentes dosis de prestigio político, bienestar ciudadano y sobre todo salud, es un caso de libro para el uso del consenso, no para imposiciones de mayorías ni desde luego para unanimidades. No parece aceptable que el voto de una comunidad, como, digamos La Rioja, las Islas Canarias, u otra cualquiera cogida al azar, aunque constituya mayoría con otras, pueda determinar las medidas a tomar por Madrid que, a los efectos de la lucha contra el virus, es tan diferente y por tantas razones a casi todas las demás. El consenso, y las posibilidades que este mecanismo ofrece a los participantes de moldear la decisión a cada caso particular, es una herramienta adecuada, imperfecta como todas, pero con muchas más probabilidades de obtener éxito que las demás, que, insistamos, pasan por la imposición en mayor o menor medida y con ello arriesgan una ruptura.

Habría hecho falta más tiempo, esfuerzo, y sobre todo genuinos deseos de llegar a una solución conveniente para, en primer lugar, cuidar la salud, y en segundo y no mucho menor proteger la economía de la región más castigada de España, pero no abrigo duda de que con ello se habría conseguido. Pero donde no hay deseo no hay éxito.

Y, finalmente, dejemos por favor de proclamar esa frase vacía, porque no está apoyada en ninguna evidencia sino al contrario, favorita de muchos de nuestros políticos, de que “el Estado de las Autonomías es un éxito”.

Fernando del Pozo

Almirante (R) de la Academia de las Artes y las Ciencias Militares (ACAMI)

Foto: NATO Press

Las opiniones de este análisis son de exclusiva responsabilidad del autor.

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