La levedad geopolítica española

Paper 15 / 2019

Politólogos y expertos fijan 2019 como el año final de la corta transición desde el mundo de Fukuyama en los años 90 del siglo XX, hacia un Nuevo Orden Mundial. El cuestionamiento de los Estados Unidos como líder de la hegemonía global con la subsiguiente descohesión de las organizaciones multinacionales, la transformación de las alianzas militares hasta ahora existentes, el auge de grandes potencias que cuestionan el orden liberal y un nuevo sistema económico y social, son pruebas del hecho. El auge del nacionalismo, como muestra de la vuelta a la primacía del interés nacional, es un hecho y un presagio de la existencia de un nuevo contexto internacional percibido como más desordenado.

El tránsito hacia un orden de grandes potencias va poniendo de manifiesto la cada vez mayor debilidad del multilateralismo, el paradigma del orden liberal que, desde los años 90, servía para que la hegemonía geopolítica de Occidente lo resolviese todo. Es extraño que al exponer la génesis del cambio de orden sin conocer el resultado pero intentando inferir sus causas, en multitud de libros y ensayos se aluda a la elección del Presidente Trump y al Brexit como causas del desorden. Hay que tener presente que el mundo que heredó Trump era el de Obama y el referéndum del Brexit se celebró estando este en la Casa Blanca. No bastan las diagnosis simples. La creencia de los años 90 y primera década del siglo XXI de que el orden liberal uniría al mundo para siempre era una ingenuidad y se necesita concebir y configurar una nueva estrategia para hacer frente a una situación que, desde varios círculos, se percibe con incredulidad. 

Es obvio que el cambio geopolítico global es el aspecto más importante que afronta el mundo y en especial Occidente. Los Estados Unidos tratan de adaptarse a un nuevo rol estratégico y ello se pone de manifiesto en la aleatoriedad de actos relacionados con el ejercicio del poder para afrontar la nueva competición estratégica que mantiene, fundamentalmente con China. La competición entre grandes potencias no solo se materializa mediante el enfrentamiento de medios materiales de poder como el económico, el diplomático o el militar, también de paradigmas e ideas.

Dentro de Occidente esta situación ha producido el efecto percibido de tener que optar entre el globalismo y un nuevo nacionalismo, asimilando el primero al pensamiento de izquierdas con su defensa de la libre circulación de personas y la interpretación amplia de los derechos humanos; mientras a las derechas se adscriben a una especie de control democrático de las instituciones globales con sus élites culturales, burocráticas, financieras y ONGs, no responsables ante ningún cuerpo electoral. Hoy se considera que ambas tendencias pueden ser complementarias.

En este ambiente de cambio, Europa sigue desdibujándose. El Brexit, el declive alemán, la anarquía italiana, la inestabilidad francesa y el escepticismo de los socios del Este, la parálisis española, entre otras situaciones, ponen de manifiesto una Unión incapaz de hacer frente a problemas internos y esa falta de liderazgo europeo es prueba de la falta de capacidad para ejercer de actor estratégico. En los meses pasados, mientras Estados Unidos gestionaba, con mayor o menor fortuna, las crisis de Irán, Yemen, Hong Kong, Cachemira, la Guerra Comercial con China, la crisis argentina, la carrera de misiles balísticos, la pugna Japón- Corea del Sur, etc., la UE ni estaba ni se la espera.

En estas circunstancias España afronta su futuro, o no. Los efectos de la crisis de 2008 han modificado la conducta de gran parte de su población, aunque aparentemente no es lo suficientemente consciente del mundo en que vive. Los medios de comunicación, en general se dedican a repetir una y otra vez recurrentes problemas internos, contagiados por la “guerra cultural” en que viven las sociedades de Occidente y que se aprecia como el asunto más problemático y peligroso a principios del siglo XXI, con temas tan polémicos como la raza, género, sexualidad, clima y cambio tecnológico. Se pretende establecer una nueva cultura, influyendo en universidades, empresas, hogares, etc., en nombre de la identidad política, justicia social y el mantra de la “transversalidad”.

Vivimos en la época que ha superado el posmodernismo, en la que las tradicionales grandes narrativas como religiones o ideologías políticas han colapsado y, en su lugar, ha emergido el deseo de cambiar la percepción de lo que hasta ahora era malo como bueno y viceversa, así como una “securización” de la identidad grupal, impulsada por las redes sociales y medios de comunicación. Grupos identificados con estrechos intereses dominan la agenda de la sociedad a medida que aumenta los rasgos tribales, algo que amenaza la democracia. De distopía política puede calificarse el panorama.

España ha sufrido los problemas económicos de la globalización en forma de desigualdad y precariedad. Fruto de la introversión oficial, no estaba preparada para afrontar una situación en la que nuevas tecnologías y percepciones del mundo estaban desencadenando un profundo cambio en el sistema económico y en el contexto social: la cuarta revolución industrial. La tendencia occidental a adoptar una política interna disfuncional debido a una alta y agresiva polarización surge con fuerza en nuestro país, pero se limita a tratar de resolver problemas internos, muchos artificiales y de ultartumba, normalmente relacionados con la añoranza y la ideología, habilitando una peligrosa actividad política de baja calidad, trasnochada, cateta y poco práctica. Una competición que polariza la vida política en la que la izquierda ha impuesto su relato basado en estereotipos de comportamiento social o sicológico que fijan la corrección política y a los que la derecha expresa su oposición, pero si lograr imponer una narrativa vencedora. En estas condiciones la política española es polarizada e inane. 

En el ámbito geopolítico, España ha sido incapaz, durante décadas, de asimilar las servidumbres y ventajas que acarrean su situación geográfica y, por lo tanto, de diseñar y poner en práctica su propia visión estratégica en defensa de sus intereses nacionales. La tradicional posición asumida es que los problemas que le afecten los resolverá Europa, tanto los internos como los exteriores, lo que constituye un error esencial. Pero el relato oficial sigue esa línea y saltársela significaría el oprobio y el linchamiento mediático. Hay que preguntarse si puede haber otra forma de actuar, ya que la fragmentación del poder político español, emanada de la fragmentación territorial que ha conformado un Estado débil, lo que constituye la “gran vulnerabilidad” de la seguridad nacional, algo que afectaría al ejercicio del poder nacional requerido para cualquier problema exterior o interior que requiriese la acción.

En el nuevo contexto mundial de grandes potencias, la supervivencia de España como Estado pasa por asumir un proyecto de país que garantice la soberanía y la democracia de la nación en la totalidad del territorio nacional, la libere de su introversión política, renuncie a contemplar sin más la anomia institucional e implante la igualdad de todos los ciudadanos vivan donde vivan en el territorio nacional. Puede parecer un despropósito, pero es la pura realidad. España tiene potencial para ejercer personalidad geopolítica, pero necesita desproveerse de los lastres que la perjudican.

Enrique Fojón, Doctor en Relaciones Internacionales

Las opiniones de este análisis son de exclusiva responsabilidad del autor


Foto: Agencia EFE

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